La promulgación de la Primera Ley de Reforma Agraria, el 17 de mayo de 1959, cambió para bien la vida de los que hasta entonces no tenían, literalmente, voz ni voto en los campos cubanos
Tal vez en el minuto cero, y a la hora cero de ese día de mayo, no todos los presentes en La Plata habían interiorizado que aquel 17 quedaría para la historia. La rúbrica sellaba décadas de esfuerzos sin recompensas, de soportar desalojos forzosos y arbitrarios, de ver ahogadas en sangre la apología de ideas justas, de tener que trabajar una tierra, a la que amaban, pero no les pertenecía.
Sin embargo, ese 17 de mayo cambiaría páginas de abusos y de invisibilidad sociopolítica ante los gobiernos fantoches y títeres de otrora. Y así fue: la promulgación de la Primera Ley de Reforma Agraria, en 1959, cambió para bien la vida de los que hasta entonces no tenían, literalmente, voz ni voto en los campos cubanos.
Era la concreción de uno de los ejes estratégicos anunciados por Fidel en el Programa del Moncada y de una premisa del Primer Congreso Campesino en Armas, celebrado el 21 de septiembre de 1958, experiencia que ya se había echado a andar en las posiciones liberadas por el Ejército Rebelde, al amparo de la Orden No. 3 “Sobre el derecho de los campesinos a la tierra”, que aprobó el líder histórico de la Revolución.
La Reforma Agraria constituía así la primera medida revolucionaria de esa envergadura y el inicio de una etapa de reivindicaciones para quienes soñar se escribía con “T” de tierra. Con ella, el Gobierno cubano concedía —a menos de cinco meses de su triunfo sobre la tiranía batistiana— terrenos agrícolas a los más necesitados y daba una punzonada al latifundismo, al fijar el límite máximo de tierras por persona en 30 caballerías. Y con la Ley nacía también el Instituto Nacional de Reforma Agraria.
Al referirse a la repercusión de la medular decisión, Fidel significaba que esta devendría “uno de los acontecimientos más importantes de la vida de Cuba”. No se equivocó. Aun cuando desde la promulgación misma hasta su entrada en vigor, el 3 de junio de 1959, le fueron lanzadas todo tipo de amenazas made in USA, no había punto de retorno.
Se ponía en letra viva la voz de un sector que perdió a muchos de sus mejores hijos en la conquista de su más legítimo derecho a un pedazo de tierra. Sabino, Jesús Menéndez y, tantos otros, entre los que no puede faltar un nombre: Niceto Pérez, ultimado por manos cobardes también un 17 de mayo, pero de 1946, mientras laboraba en su finca María Luisa, en El Vínculo (Guantánamo). Para rendir homenaje a su vida, la fecha de la promulgación de la Ley se hizo coincidir con el aniversario de su asesinato.
Pero la gestión de cambio de la naciente Revolución, en defensa de los hombres y mujeres rurales, no terminaba ahí. Coincidentemente, el mismo día y mes, aunque del año 1961, quedaba constituida por nuestro Comandante en Jefe la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP), organización llamada a defender los intereses del campesinado.
A aquella legislación pionera, sobrevino una Segunda Ley de Reforma Agraria, firmada el 3 de octubre de 1963, y que disponía, entre otros aspectos, la nacionalización de las fincas que superaban las cinco caballerías de tierra. Esta se tradujo en un enérgico puñetazo a las presiones imperialistas.
Hartas razones para que el 17 de mayo no pase desapercibido para cubanas y cubanos, en el empeño por hacer de lo logrado una bandera y, de lo aún pendiente, desvelo constante. Fecha de fiesta y de compromiso. Pudo haber sido cualquiera de las restantes 364 jornadas del calendario, pero ninguna entrañaba como esta, claro está, tanto caudal de historia para proyectar el futuro del campesino cubano. El mismo que tal vez en este minuto esté leyendo estas líneas, desde el campo o de un salón del Palacio de Convenciones que hoy se viste de Congreso, y desde donde se define, ahora mismo, el futuro inmediato de una conquista irreversible de la Revolución. Y en cada uno de esos héroes de lo cotidiano, segura estoy, corre orgullo guajiro por las venas. Granma