Holguín, 19 dic.- La antigua despulpadora de café de Arroyo Seco todavía asoma su nariz de concreto sobre las aguas cuando la sequía aprieta. La gente del pueblo la describe con tanta precisión como si no yaciera en el fondo de la presa Mayarí desde hace cinco años, junto a la terminal, el hospitalito y varias decenas de casas.
Contra todos los pronósticos, el nuevo embalse se llenó en un abrir y cerrar de ojos y los pobladores de Arroyo Seco tuvieron que cargar con sus bártulos un poco más arriba y acostumbrarse a vivir, no ya junto al río, sino a orillas de un mar de agua dulce que amenaza con crecer en el primer aguacero.
Un mar que amenaza y que, de hecho, ha crecido, aunque no lo suficiente como para espantar de sus riberas a los más de 400 habitantes que permanecen en Arroyo Seco y a los casi 500 que quedaron del otro lado, en tres comunidades de las más intrincadas de Mayarí: Calunga, Camarones y Jicotea.
Hasta allá se puede llegar por carretera —más bien, un trillo polvoriento—, bordeando esa especie de bahía que se formó entre Arroyo Seco y las lomas de enfrente cuando se llenó la presa; pero el trayecto es incómodo y demorado, y para ahorrar tiempo a los campesinos de por esos rumbos les dio por hacerse los marineros: se agenciaron un bote al que llaman chalana, montaron encima a Fidencio Pupo y, junto a los remos, le encasquetaron la responsabilidad de llevar y traer a quienes se aventuren a atravesar el embalse.
CUENTOS DE CAMINO
Sin levantar las manos del timón ni la vista de la carretera, Yoandri Rodríguez narra las historias que le han contado o ha vivido él mismo en 16 años de manejar por las alturas de Nipe-Sagua-Baracoa. Cuentos de chofer curtido que van camino de alcanzar dimensiones de leyenda.
El jeep deja atrás el asfalto, se adentra en un terraplén casi tan ancho como la autopista pero más, mucho más desmejorado, y es entonces cuando Yoandri se embulla a relatar que hace años, cuando los yacimientos de la zona estaban en explotación, se podía ir manejando tranquilamente hacia Arroyo Seco y, de pronto, al regresar, el sendero había desaparecido.
«A veces, cuando volaban las minas, volaban también las carreteras y había que adivinar cómo bajar, aquello no tenía nombre», evoca.
En Arroyo Seco el grupo básico de trabajo ha descubierto nuevas formas de hacer terreno. Foto: de la autora
En otro vericueto del recorrido, los pinares que se multiplican y las temperaturas que descienden de pronto le recuerdan el microclima ya célebre en la región, donde las neblinas aparecen de buenas a primeras y hasta a punto de mediodía.
De eso no hay quien le haga cuentos a un amigo suyo, explica el chofer: «El hombre venía manejando una ambulancia para trasladar una urgencia desde Arroyo Seco hasta Mayarí y en el camino se bajó un momento a orinar. Hasta ahí, todo bien; pero cuando regresó para montarse de nuevo en el carro, la neblina era tan cerrada y la noche tan oscura que no se veía un burro a tres pasos y no consiguió encontrar la ambulancia».
Anécdotas como las que cuenta Yoandri aderezan el trayecto de casi 40 kilómetros montaña arriba, montaña abajo, bordeando despeñaderos y extremando las precauciones en lomas de nombre ocurrente como La colorada y La revoltosa; todo ello si se quiere llegar hasta ese remanso bucólico que es Arroyo Seco.
Y Yoandri Rodríguez, el chofer insigne de Salud para el Plan Turquino mayarisero, es de los que quiere.
COMO SI VINIERAN DEL ESCAMBRAY
Lo primero que le preguntan en Arroyo Seco a los médicos y enfermeras que, recién salidos de la cáscara, vienen a cumplir en la comunidad el servicio social, no es si saben diagnosticar malestares o suturar heridas; lo primero que le preguntan es si saben nadar.
Y a seguidas los llevan al borde de la presa, les muestran el bote maniobrado por Fidencio Pupo y les explican que allá, en las lomas distantes a unos 500 metros de espejo de agua vive casi la misma cantidad de personas que del lado de acá; personas que, como es lógico, precisan de atención médica.
«Hasta ahora, ningún médico se ha rajado», me dicen en el consultorio de Arroyo Seco, una copia a menor escala del policlínico construido a principios de la Revolución y que hoy duerme bajo la Mayarí.
Una decena de especialistas mantiene abierta la institución con cuerpo de guardia, observación, rayos X, laboratorio, esterilización y estomatología, servicios que los vecinos del lugar tienen prácticamente al lado de sus casas.
Ellos sí, pero los habitantes de Jicotea, Camarones y Calunga deben atravesar el embalse o esperar a que médicos, enfermeras y operarios de vectores crucen como parte de sus visitas de terreno.
Las urgencias, sin embargo, no entienden de planificación alguna. Y si no, que le pregunten a Marino Batista, responsable del mantenimiento del consultorio —lo que se conoce como un hombre orquesta—, quien se las vio feas remando sobre la presa a las dos de la madrugada.
«No quedaba otro remedio —cuenta ahora, con el susto rondando todavía—, me avisaron que una señora de Calunga tenía un dolor muy grande en el pecho, le estaba dando un infarto y en ese momento no había más nadie que pudiera manejar la chalana. Tuve que mandarme para allá con todo oscuro como una boca de lobo. Pero me queda la satisfacción de que valió la pena porque esa noche se salvó».
Su historia la corroboran Caridad Sarmiento, responsable de actividades generales del área de Salud de Arroyo Seco, y su primo Eldy López Obregón, operador del grupo electrógeno del consultorio, un binomio que, sentado al borde mismo del embalse, describe con pelos y señales el día a día en las comunidades que ellos llaman «del lado de allá».
Que no hay corriente eléctrica ni en Jicotea, ni en Camarones, ni en Calunga —explica Caridad—, como no la había tampoco hasta los años 80 en el propio Arroyo Seco; que encienden una planta eléctrica de 7 a 11 de la noche; que de ahí para atrás solo hay monte, monte, lomas y más monte hasta llegar a Segundo Frente Oriental, en Santiago de Cuba…
No obstante la lejanía —y quizá también por ella—, en esos confines de Holguín, más allá incluso de la presa Mayarí, hay consultorios con sus médicos y enfermeros que se sobreponen al ostracismo casi total y que, en no pocas ocasiones, se ven obligados a lidiar con dolores, enfermedades y emergencias sin otra asesoría que su propia capacidad para reaccionar a la hora cero.
Además de los relatos sobre limitaciones materiales, se dan como por ensalmo en Arroyo Seco y varias leguas a la redonda las historias de vidas salvadas, de nostalgia por la familia que ha quedado lejos, de lazos afectivos que atan a la comunidad para siempre.
Quizá a ello se refiere Caridad cuando resume la estampa con una comparación que ni mandada a hacer: «Pasar el servicio social en Jicotea o Calunga debería considerarse como una misión internacionalista para médicos y enfermeros, porque le garantizan la salud al pueblo pasando el doble de trabajo».
Y para rematar, acota: «A esos muchachos que bajan de allá arriba tan desmejorados como si vinieran del Escambray, un día habrá que ponerles una medalla en medio del pecho».
Granma